Fue un domingo a la madrugada. Estaba recostado en el sofá de la pieza,
frente a la chimenea, cuando escuché una voz tenue al oído:
“Las almas que vigilan el barrio de Caballito no trascienden la amabilidad
del ser humano. Alicia tiene problemas de la cintura, un pequeño desajuste.”
Fue la primera vez que la oí. Empezó como un murmullo lejano y tumultuoso, luego se fue acercando hasta que estalló en un grito ensordecedor.
Nunca me animé a contárselo a nadie. Tal vez por vergüenza a que me tomaran por loco.
Me costó conciliar el sueño. Por algo en particular me recordaba a mi tío Alberto, el ferroviario.
Un mediodía de otoño me encontraba acomodando la pieza cuando llamaron a la puerta. Fueron dos golpes secos y al hilo. Atendí. Era una señora robusta, de unos cuarenta años, pelo rojizo y ojos grises. Las manos le temblaban. Se recostó sobre el sillón y, tras una larga pausa, me comentó que tenía una extraña enfermedad que no lograban diagnosticarle.
Es cierto que yo había vivido unos episodios de percepción especial, como
intuir sucesos que iban a producirse, o transmitir calma a personas
angustiadas.
Su situación me conmovió. Me observó a los ojos, desanimada. La acompañé hacia la puerta. Al llegar me observó a los ojos, con una mirada profunda y penetrante y me dijo: “Gracias por escucharme”. Por costumbre, indagué “¿Su nombre, señora?”
Lo último que escuché fueron las trompetas de los vendedores de churros. Y allí me desmayé. No recuerdo más nada. “Alicia”, fue lo último que escuché.
Con dificultad lograron restablecerme. Todo parecía un sueño. Poco a poco fui recuperando el sentido y recordando desordenadamente los hechos.
Entramos a la pieza. Le revisé la columna vertebral y le tiré el
cuero. Se reincorporó como una equilibrista con una sonrisa de par en par. Era
precisamente eso lo que tenía.
“Nunca le podré devolver lo que hizo por mi”- mencionó-
Empecé por redecorar el taller del viejo: Compré unos sahumerios, música hindú y por último coloqué un aviso: “Pacifista del Alma. Apoyo psicológico. Consultas Existenciales".
Por la noche me levanté sobresaltado, debido a un extraño ruido. Me acerqué
con cuidado hasta apreciar un hálito de voz que me zumbó los tímpanos:
“Hubo una vez un profeta, en el pueblo de Israel, que caminaba a lo largo del desierto en busca de divulgar la fe. A mitad de camino se perdió y cayó victima de deshidratación. El muy pánfilo no tenía GPS”
La voz pareció alejarse pero reapareció: