Dos veces, y no una, mi madre
me ayudó a ser quien soy. Ahora que ella no esta más soy capaz de escribir
sobre el asunto, y puedo recordar mi infancia en la casa de San Pedro, esas
noches en las que ella me encerraba en el galpón junto al piano; o las otras
noches, en que me quitaba los ahorros para comprarse algún perfume.
Su plan era simple:
convertirme en un concertista de renombre.
Con el primer canto del gallo,
me alzaba en upa hasta el galpón y me sentaba somnoliento frente al piano.
En el viaje había dibujado en un cartoncito los pasajes de la partitura que tenia yo cierta dificultad. Ejercitado, paso a vendarme los ojos con un pañuelo para interpretar la pieza de memoria.
Para solventar los gastos, mi
madre e me inscribió en el concurso municipal “Enrique Discépolo” en el
teatro de San Martín. En juego estaban 1o0.000 pesos ley, una fortuna
para nuestra situación económica ajustada.
El tercer puesto me fue
otorgado por el jurado. Levanté el trofeo con lágrimas mientras observaba las
quejas de mi madre hacia el jurado.
Al cumplir los nueve años, mi
madre harta en las perdida de tiempo escolares, abandoné los estudios
para dedicarme por entero al estudio musical. Para aquello rento mi
cuarto a un estudiante de ingeniería de la Pampa; y con el dinero me pago
las clases particulares con el profesor de contrapunto Juan Scalise. Un
experto en la materia.
Vino una mañana con el poncho bajo el brazo. Alto, desgarbado, piernas gigantes y de rostro rubicundo.
Las semanas solían pasar estudiando las variaciones de Schumann, Hanon, Beethoven, Rachmaninov bajo la mirada atenta del profesor.
Mi hermana colaboraba al
estirarme los dedos con alambre y en poco tiempo por día tocar a la perfección
el 3er concierto de Rachmaninovv para cuatro manos.
En poco menos de dos años, con
el esfuerzo y el sacrificio de horas de sueño, había desarrollado una técnica
pianística prodigiosa.