Corría el año 1927 cuando nos mudamos a Capayán, Catamarca. No bien nos asentamos en nuestro nuevo hogar, mi padre me inscribió en el San Hipólito XXI. El único de la zona.
La escuela era apenas un salón de tierra apisonada: no teníamos pupitres, ni bancos, ni siquiera sillas. Nos sentábamos en rejas de arados, tocones de ceibo y en calaveras de vaca.
Escribíamos con trozos de ladrillos o pedazos de tripa gorda, mientras que la maestra utilizaba la pared como pizarra.
El colegio contaba con la maestra María, proveniente de Bahía Blanca. Ella nos comentaba la importancia de la educación: el crecimiento del intelecto , el enriquecimiento del habla, el cultivo de la imaginación. Cada día, nos leía un fragmento del Facundo:
“La educación primaria es la que civiliza y desenvuelve la moral de los pueblos. La escuela es la base de la civilización”
La temperatura, en invierno, alcanzaba los once grados bajo cero. María, sin inmutarse, dibujaba con esmero la estepa patagónica, la selva misionera y la llanura pampeana. Su despliegue virtuoso hacia olvidar la corriente de viento helado que entraba por el techo desvanecido.
Cuando regresaba a casa mi padre advertía mi fuerte tos y las manos color púrpura. Mamá, le quitaba importancia alegando que las cosas en la vida no se consiguen fáciles. Mas tarde envolvía mis manos en un paño de terciopelo y las ponía junto al fuego, mientras me leía a Saint Exupery.
En clase, nuestra medida, era adelantar la hora de química para formar ronda alrededor del mechero Bunsen y calentar nuestras manos. El frío era intenso y nuestras fuerzas se evaporaban en un santiamén.
Cada madre colaboraba: sombreros de caimán, botas de cardúmen, pulóveres de lana de cabra(vicuña en su defecto) eran nuestros abrigos habituales.
Al agotarse el fuego, la temperatura tornaba nuestra piel de un rosáceo púrpura. María, inmutable, a los fuertes vientos que sacudían las paredes, trazaba líneas, rectas, ángulos obtusos y equiláteros con una vitalidad digna de admiración. Nos daba cierto pudor comunicarle que no sentíamos los pies y de a ratos se nos nublaba la vista.
“La constancia es la virtud de todo hombre con coraje”- solía decirme mi madre mientras preparaba el te con miel para aliviar mi constante catarro-.
Al ingresar al aula, nos suministraba a cada uno un vaso con licor de huevo al chocolate. La botella era de una marca alemán desconocida; el sabor fuerte y empalagoso. Al segundo trago, el frío quedaba a un lado en nuestros pensamientos y proseguía nuestra ansiada enseñanza.
Los efectos del licor eran disímiles: algunos comenzaban a hablar alternando palabras inconexas. Otros, menos resistentes, daban vueltas alrededor de los tocones de ceibo hasta por último estamparse contra la pizarra.
La euforia de los primeros tiempos se habían esfumado para no volver. Nuestros organismos, en crecimiento, no tardaron en habituarse a los efectos del alcohol. El licor de huevo no era suficiente.
En e bosque, tras un cruzar el pantano, un pequeño terreno hacia las veces de huerta. En nuestro fin de semana habíamos establecido una plantación de tabaco, lo suficiente como para abastecernos uno o dos meses.
Por orden de María, encendíamos los cigarros con cierto temblequeo y el aula quedaba invadida por un humo grisáceo oscuro que quedaba flotando en el aire. Confieso que era difícil distinguir el pizarrón con la humareda que se formaba.
Ya nada, nada en el mundo nos hizo perder el ánimo de aprender e inmigrar a la gran ciudad de Buenos Aires.
“El granero del mundo”, la “Cosmopolita financiera” y el hombre de voz dulce y candorosa llamado Gardel formaban parte de nuestro sueño, nuestro imaginario colectivo.
Tras los meses crudos del invierno, nuestra piel se había curtido, perdiendo toda sensibilidad.
“Las cosas buenas en la vida vienen por caminos más largos” - decía mi madre, y yo pensaba que la salamandra venía en zulki de algún pueblo ruso-.
Continuará...
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