Andanzas


En abril del 74 mi vida progidiosa, junto con mi amigo el Tata, pegó un vuelco de 360 grados.
Estábamos en mi pieza, viendo la final del negro Monzón, cuando irrumpió mi viejo, desaforado, y dijo que juntara las cosas y me mandara mudar. Se había desilusionado al enterarse del abandono de mi carrera de abogacía y el trabajo en la imprenta.

Sin dudarlo, conseguimos una pensión por Almagro. Juntamos las  cosas de valor y nos mudamos. 
Era verano; hacía un calor sofocante y la humedad se estampaba contra nuestros rostros. Nos llamó la atención el timbre de color musgo, escondido por enredaderas que daban un tinte lúgubre, místico a la casa.

“Pueden quedarse sólo un mes. En cuanto estén los papeles pienso irme a Campana con mi prima Irma”- dijo la anciana con un acento italiano  marcado mientras se deslizaba veloz con sus piernas cortas por el angosto pasillo. Al llegar al extremo señaló con el índice nuestro  cuarto.

“Aquí, en el taller pequeño pasaba horas y horas mi marido. El era un carpintero habilidoso y con gran inventiva. Ahora está todo hecho una piltrafa”.
El Tata les deslizó unos pesos a la vieja, que esbozó una sonrisa escueta, mostrando sus dientes color azafrán.


           
Rara vez, salíamos; sólo para comprar algo de comer o yerba para el mate. El poco dinero que teníamos nos alcanzaba para regocijarnos durante semanas con la revista “Pelo”,  ver las peleas del negro, el Capitán Piluso o jugar interminables “Cadáveres Exquisitos”.


El Tata volvía por las noches, de la facultad de Filosofía para embriagarnos con alguna edición inédita del “Manifiesto Comunista”, o un libro de Schopenhauer y era cuestión deleitarnos con el primer párrafo, que encendíamos un porro, y un humo grisáceo, espeso, inundaba el ambiente, dándole un sabor mágico,  único a nuestra eterna adolescencia.

Sinceramente era el éxtasis: Por primera vez en la vida, podíamos quedarnos hasta las seis de la mañana escuchando “Selling England by the pound”, de Génesis hasta estallar nuestros tímpanos; por primera vez en la vida, podíamos realizar orgías  hasta el amanecer.


 

Al mes de instalados, un grito agudo, ensordecedor estalló al amanecer haciendo temblar las frágiles paredes escarchadas. Nos levantamos con dificultad. El Tata pegó un grito al salir.
Al costado, una paloma de color negro, tenía la cabeza estrangulada con la mirada perdida. Una cinta roja estaba pegada al cuello con un papel. Con cuidado, la desatamos.
Fui el primero en leerla:
“Desaparezcan antes del mediodía, granujas”



Los años dorados se habían esfumado. Sin un mango ninguno de los dos tenía serias intenciones de conseguir trabajo. Fue así como Alberto y Sandra, compañeros de la facultad, cayeron a nuestro dulce hogar.


Creíamos que iba a tirar la toalla pero la vieja, inerte, continuaba la pelea encendíendo el whinco a todo el volumen.

El jolgorio continuaba en busca de exhibir al mundo entero, y sobre todo a los cuarentones como nosotros, llenos de convicciones sociales y compromisos absurdos, que la edad no nos pesaba en absoluto.
Hombres y mujeres de caras extrañas y alargadas venían en busca de la felicidad, como quien en los años de la Ley Seca, se acercaba a un club clandestino por una gota de alcohol.

 

No tardo la dueña en cortarnos la luz y el gas. No teníamos dinero ni para comprar velas para iluminarnos, todo lo empleábamos (por parte de Alfonso y Sandra) en los medicamentos para el Tata, que veía menos, el ojo en compota, la herida sin cicatrizar.
De noche tenia alucinaciones y se despertaba sobresaltado, bañado en lagrimas. Se lo veía desfigurado, callado, contemplativo. Alguno, diría, que ya no era el mismo.
 Lo cierto, es que por arte de magia, recuperamos la luz y los gritos nocturnos desaparecieron.